El otro día, leyendo un artículo en prensa, se me cayó uno de los últimos mitos nutricionales que me quedaban: lo mala que es la grasa de los lácteos. En muchas casas, la mía también, hace tiempo que ha desaparecido la leche entera porque nos dijeron que consumir las grasas saturadas y de origen animal de los lácteos enteros nos subía el colesterol con graves consecuencias graves para la salud cardiovascular, además de inducir sobrepeso. Sin embargo, parece que las investigaciones más recientes apuntan en otro sentido.
Situaciones similares se han producido antes, particularmente con alimentos ricos en grasas. Han estado en la misma picota nutricional sardinas, huevos, mantequilla y frutos secos: proscritos durante un tiempo y ahora considerados inocuos o incluso beneficiosos. Esta experiencia acumulada demuestra dos cosas:
La primera, que hacer un paralelismo entre el contenido de las grasas en la alimentación (sin diferenciar el origen) y la salud, ha probado hasta la fecha ser un error. Por esta razón, sustituir en la dieta la grasa por los hidratos de carbono, o las grasas animales por grasas vegetales modificadas (que son las estrategias más frecuentes en la industria de la alimentación para mejorar la palatabilidad de los alimentos), han resultado pésimas en términos de salud.
La segunda, que nuestros conocimientos sobre nutrición tienen carencias y que hay pocas verdades indiscutibles. Cuando condenamos o ensalzamos nutrientes aislados (“grasas saturadas”, por ejemplo u “omega 3”) estamos dejando de lado que nuestro metabolismo es complejo y los conocimientos sobre la composición exacta de los alimentos y las interacciones entre los distintos componentes, limitados.
Volviendo al caso de los lácteos enteros, las grasas saturadas se analizan normalmente como si fueran un bloque homogéneo de sustancias químicas con propiedades equivalentes, y no es así. Hay grasas saturadas con cadenas largas y cortas, regulares e irregulares. Ahora sabemos que los tipos de grasas saturadas que se encuentran en los lácteos, a diferencia de otras, reducen la resistencia a la insulina y por tanto el riesgo de diabetes tipo II. Además su consumo no se vincula con mayor riesgo de obesidad o enfermedades cardiovasculares y podrían proteger del aumento de peso en algunas circunstancias. Es posible además que este efecto positivo se vea incrementado por otros factores propios de los lácteos como la fermentación o el contenido en probióticos.
Por el contrario, uno de los tipos de grasas saturadas más perjudiciales para nuestra salud lo fabricamos nosotros mismos. El consumo de de azúcares simples, omnipresentes en alimentos industriales (sacarosa, glucosa, jarabe de maíz…), y también el consumo de alcohol, desencadenan una serie de reacciones en el hígado que hacen que este fabrique este tipo de grasa saturada tan perjudicial: el ácido palmítico.
¿Y qué podemos hacer para no sucumbir ante la periódica aparición de recomendaciones nutricionales de corta caducidad o contradictorias? Lo primero confiar la base de nuestra alimentación a las frutas, verduras y hortalizas. Eliminar de nuestra despensa los alimentos industriales o superfluos: bollería, incluyendo galletas y cereales de desayuno, refrescos o zumos (tanto azucarados como edulcorados) y derivados cárnicos (salchichas, bacon…). Cambiar, paulatinamente, los cereales refinados por pasta, pan y arroz de grano entero. Consumir mucha menos carne y muchas más legumbres y frutos secos. Y comprar el alimento fresco (no procesado) y cocinar en casa es el ingrediente fundamental.
Si de forma gradual adaptamos nuestros hábitos a estas pocas recomendaciones, no tendremos que preocuparnos de analizar si estamos consumiendo o no los nutrientes adecuados.
http://megustaestarbien.com/2012/07/26/realidades-sobre-la-grasa-de-los-lacteos/
http://michaelpollan.com/articles-archive/six-rules-for-eating-wisely/
http://www.thelancet.com/journals/landia/article/PIIS2213-8587%2814%2970166-4/fulltext